Los sociólogos llaman ‘anomia’ a la situación en que se encuentra una sociedad carente de leyes y en proceso de degradación.
Así es el Nueva York al que regresa de Vietnam Travis Bickle, joven veterano, tocado. Se apunta al turno de noche como taxista, para estar ocupado durante el insomnio crónico.
Está llamado a ser la respuesta visceral a la anomia.
Entre parrafadas de un saxo envolvente (música a cargo del gran Herrmann, muerto nada más terminar), suena en off el lacónico diario de Travis. Patrulla entre lluvia, fumarolas de alcantarillas, semáforos, neones de clubs y locales, luminosos multicolores de Broadway y Times Square. Observa en silencio el trasiego de putas y macarras en las aceras, se mosquea instintivamente con los negros, estudia por el retrovisor a los pasajeros, limpia luego estoicamente del asiento trasero los flujos corporales.
Maneja una elemental decencia de cowboy que va por costumbre a los cines porno con las botas lustradas. No bebe alcohol. Toma muchas pastillas sin determinar. Trata a fría distancia a sus colegas.
Su soledad es absoluta. La ciudad superpoblada la multiplica.
Pretende torpemente a una chica con clase que le retrata como contradictorio. Lo que en realidad ha notado es desequilibrio mental, patente.
La incógnita sobre el alcance de ese desequilibrio, hasta dónde llevará a Travis, cada noche más crispado a bordo del taxi, será el potente motor de la película, que apenas sale de su cabeza, en aturdido e incesante rodar entre Harlem y Manhattan, Brooklyn y el Bronx.
A través de un personaje a quien encarna, un pasajero exaltado, Scorsese en persona atizará el proceso al introducir la idea de las armas en la coctelera que es la cabeza de Travis.
Con la densidad de las imágenes filmadas en el Nueva York nocturno, un selvático microcosmos de asfalto, la dirección de Scorsese logra una perfecta conversión a cine del soberbio guión.
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