Con su segundo disco Lemmy y los suyos dieron un salto cualitativo importantísimo y sentaron las bases de lo que sería su sonido definitivo. Simplificando diremos que lo endurecen todo a su alrededor para forjar una obra donde, si no se olvidan de la psicodelia que teñía algunos de sus palos primigenios, sí que la hacen mutar en atmósferas de pesadilla, con un fondo espacial y peligroso.
A este último género se abonan cosas como "Metropolis" o "Capricorn", cuyos títulos ya remiten a algo más rebuscado de lo normal en estos bárbaros.
Por lo demás, demuestran una intuición finísima al apretarle las tuercas al ruido y a ese blues que siempre habían afirmado practicar.
Sí, hay que hacer caso a Lemmy cuando sentencia orgulloso que ellos lo que tocan es blues, un blues espídico a 1000 por hora en el que no hay espacio para los prisioneros. Así, a degüello, van soltando los clásicos como si les sobraran, así de rebosante de inspiración y cojones se encontraba el grupo en esta época dorada.
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