Spielberg se nos hace mayor. Ya no quiere filmar choques de trenes. Tampoco escenas de acción. No tiene que aprender el oficio rodando películas caseras en casa. No quiere volver a las montañas del Himalaya. O a las playas de Normandía. Eso ya lo ha hecho.
Ahora, con los 70 años cumplidos hace tiempo, Spielberg nos cuenta su vida mientras hace calceta y bebe té calentito. Tiene todo el derecho del mundo. También se ha ganado el derecho a reflexionar sobre el cine y las propiedades mágicas de la cámara. Sobre sus efectos (la lista en “The Fabelmans” es larga) en nuestra mirada. Sobre el arte y John Ford.
En estas memorias con el mismo tono de fábula de siempre, Spielberg aprovecha para hacer un homenaje a sus padres. De hecho, la película es, más que una autobiografía, un canto de amor a los creadores que se han ido. Una oración fúnebre.
Spielberg tiene todo el derecho del mundo a hacerse mayor. Y nosotros a recordar con nostalgia aquellas películas de juventud, en las que la aventura y la emoción no dejaban tiempo para mirar el reloj.
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